Estar en una silla de rueda no es una desgracia. La verdadera desgracia es no tener quien la empuje. Por tanto, empuja para que te empujen.
Solo recoge el que siembra.
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Muchas veces actuamos como si fuésemos autosuficientes, como si no tuviésemos necesidad de los demás ni los demás nos necesitaran a nosotros: que se busquen la vida.
El tiempo nos abrirá los ojos. Será cuando nuestra falta de vitalidad nos haga comprender que los hombres demandamos ayuda en los primeros y últimos años de nuestra vida: en la primera etapa, de nuestros padres, y en la última, de nuestros hijos.
Es cierto que en el núcleo familiar se han producido una serie de cambios que dificultan la atención a los mayores: circunstancias familiares, problemas laborales y muchos otros que hacen difícil esta atención. No obstante, en otras ocasiones el problema es de índole personal: falta espíritu de sacrificio, falta de entendimiento entre los esposos y con los hijos, y muchas falsas justificaciones que el egoísmo nos hace inventarnos.
Todo lo anterior está muy bien, pero tendríamos que pensar que nuestros padres no han escatimado esfuerzos para sacarnos adelante, no solo cuando vivíamos bajo su techo, sino después, cuando hemos formado nuestra propia familia: ayuda económica o atención a los nietos, por ejemplo. Han estado disponibles y nos han prestado más de una ayuda para afrontar las dificultades de sacar adelante un nuevo hogar.
Es de justicia que los hijos hagan frente a las necesidades que requieren sus mayores. Pero en el seno familiar surgen discrepancias cuando no tenemos asumido que mi suegra o mi suegro son además el padre o la madre de mi mujer, y que mi suegra o mi suegro son además, el padre o la madre de mi marido. Y si no queremos asumir esta responsabilidad nosotros mismos, lo que nunca deberemos impedir es que su hija o su hijo cumplan con este sagrado deber.
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