Educar. Arte, ciencia y paciencia.

Educar. Arte, ciencia y paciencia.

lunes, 20 de enero de 2020

LOS HIJOS NO SON DE LOSPADRES


LOS HIJOS NO SON DE LOS PADRES
Esta noche no he podido pegar ojo. Ayer oí a la ministra Celaá, y se me han disparado todas las alarmas. Me explico: tengo un niño -Carlitos- que no se parece ni a mi mujer, ni a mí. ¿Será del estado?. ¿Y si fuera del estado, por qué llevo año pasando malas noches, gastando un pastón en pediatras privados, y teniendo que hacer malabares con los turnos para llevarle al colegio? Esta señora podría haberlo dicho antes, y le endoso a Carlitos, pues me he enterado de que gana un pastón y que además tiene coche con chofer. De locos. No obstante voy a hablar con los de Vox, a ver si se les ocurre un apaño para que el estado, que mantengo con mis impuestos, me deje disfrutar de mi Carlitos, que al final le he cogido cariño.


jueves, 16 de enero de 2020

LOSNERVIOS NO SIRVEN PARA CASI NADA, Y MENOS PARA EDUCAR. LA PACIENCIA ES LA MADREDE TODAS LAS CIENCIAS.


LOS NERVIOS NO SIRVEN PARA CASI NADA, Y MENOS PARA EDUCAR. LA PACIENCIA ES LA MADRE DE TODAS LAS CIENCIAS.

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No sé si has observado o has experimentado la sensación de impaciencia de muchas personas en la parada del autobús. Continuamente miramos a ver si vislumbran el tan ansiado transporte, sin darnos cuenta que por mucho que alarguemos el cuello no llegará antes.
En mi opinión, la virtud de la paciencia es fundamental en muchos aspectos de nuestra vida, e imprescindible en la tarea educativa.
Sobre esta virtud hay muchas sentencias y anécdotas:
–Dios mío, dame paciencia, ¡pero dámela ya!
–Dios mío, dame paciencia, porque si me das fortaleza… ¡¡¡lo mato!!!
–No te apresures a responder hasta que no te acaben de preguntar.
Y un largo etcétera.
Todo lo que hacemos supone un esfuerzo mental o físico y un tiempo. Cuando requerimos de nuestros hijos una actuación tenemos que saber transmitir lo que queremos que hagan para que lo entiendan y después esperar un tiempo prudencial para su realización. Si no tenemos en cuenta estos dos factores, la impaciencia se hace presente.
La paciencia no está reñida con la exigencia: una exigencia paciente, con un tono amable pero con fecha de caducidad.
Según algunos expertos, esta virtud hay que trabajarla a partir de los siete u ocho años; no obstante, observando a un niño pequeño detectamos que todo lo quieren ¡ya!, y el hecho de no obtener sus deseos da lugar al llanto y al pataleo. Y es ahí donde los padres tenemos que educar la paciencia de nuestros hijos ejerciendo la nuestra. Es decir, si la impaciencia de nuestros hijos la resolvemos con un cachete o con un grito, mala cosa; es decir: mal ejemplo.
David Isaacs, en el libro mencionado, afirma que la paciencia, «una vez conocida o presentida una dificultad a superar o algún bien deseado que tarda en llegar, soporta las molestias presentes con serenidad».
Bien, pues ya tenemos otra tarea: adquirir la virtud de la paciencia. La serenidad, la calma, el aguante, no se improvisan. En primer lugar tendremos que luchar con nuestra soberbia que nos incita a tener dominio sobre la voluntad de los que nos rodean. Ojo con el estado anímico externo –cansancio, contrariedades– e interno –enfer­medad, tristeza, etc.– porque el cansancio da mal humor. Al igual que la infección disminuye las defensas, el cansancio debilita la paciencia.
Nuestra madurez tendrá que saber separar el hecho en sí de nuestro estado anímico: –Estoy cansado, pero tengo que dedicarle un rato a mi hijo.
Después tendremos que ejercer la humildad, sabiendo que muchas veces habrá que rectificar, pues la paciencia en un momento de enojo evitará cien días de dolor.
Otras veces la impaciencia está causada por nuestra incapacidad para resolver los problemas que plantean nuestros hijos; de ahí que lo que es imposible corregir, la paciencia lo hace tolerable.
Se me viene a la cabeza una historieta de un señor con imaginación, que en el fondo es lo que nos hace falta para quitar hierro a la problemática diaria.
Érase una vez un tipo muy vago que se encontraba sin trabajo y su actividad diaria consistía en estar tumbado en el sofá con el mando en la de la televisión en la mano.
Su mujer, cansada de la situación, un día no se pudo contener y le gritó:
–No te da vergüenza de estar todo el día sin hacer nada. Mira el vecino, que está en tu misma situación y raro es el día que no se va al campo y trae caracoles para un guiso o un buen manojo de espárragos.
Ante la actitud de su mujer el marido reaccionó:
–No te preocupes, mañana sin falta me voy al campo y te traigo un guiso de lo que sea.
Efectivamente, a la mañana siguiente se levantó muy temprano y se lanzó escaleras abajo dispuesto a contentar a su mujer.
Ya en la calle –mira por dónde–, se encontró con un amigo que hacía años que no veía. Ante el inesperado encuentro, decidieron entrar en el bar para celebrarlo. Entre copas y cháchara, el tiempo pasó como un suspiro; y eran las siete de la tarde, cuando cayó en la cuenta de su promesa.
–¿Dios mío, Dios mío, qué hago? ¿Qué hago?
Ni corto ni perezoso, se fue a una tienda cercana y compró una lata de caracoles.
Subió las escaleras de su casa a toda prisa. Extendió delante de su puerta los caracoles y tocó el timbre.
Al abrir su esposa la puerta, el buen hombre comenzó a mover las manos en dirección a la misma, repitiendo cansinamente:
–Venga que ya estamos llegando a casa. Venga que ya estamos llegando a casa…

(Del libro Educar. Arte, ciencia y paciencia)