Educar. Arte, ciencia y paciencia.

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sábado, 21 de enero de 2017

PARA EDUCAR: AMAR, AMAR, Y... AMAR


PARA EDUCAR: AMAR, AMAR, Y… AMAR.


       No sabía si colocar este apartado al comienzo de las reflexiones o al final.  He decidido hacerlo al principio porque considero que el amor tiene que empapar todas nuestras actuaciones y fundamentalmente la de educadores.

       No todo el mundo sabe amar bien. O dicho de otra forma: no todo el mundo está dispuesto a amar. ¿Pero si hemos sido creados para amar…? ¿Pero si el hombre que no ama no es feliz…? ¿Pero si el amor mueve al mundo…? 
       Pues sí. Todo lo anterior está muy bien, pero la realidad es que amar no es nada fácil. En primer lugar porque el amor con mayúscula exige el olvido de sí, y pocos están dispuestos a anteponerlo a su yo.  Como dice Benedicto XVI en la Encíclica Caridad en la Verdad: "Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él".
El egoísmo, la comodidad, la vanidad, la soberbia, el amor propio, impiden que el verdadero amor sea la finalidad última de todas nuestras acciones educativas. De modo que:
− Cuando impongo un castigo, ¿lo hago porque persigo una mejora o por querer imponer a toda costa mi autoridad?
− Cuando digo que no, ¿lo hago porque sé que no conviene o por ir a la contra e imponer mis criterios?
− Cuando premio, ¿lo hago por un estímulo personal ante una acción o por la vanidad de sentirme a gusto conmigo mismo?
      
De todos es conocido que la familia es el único ámbito social donde se quiere a la persona por lo que es, y no por lo que vale, por sus cualidades humanas y sociales. Todos tenemos ejemplos cercanos: hijos que no son "dignos" de dicho nombre y que sin embargo recurren una y otra vez a sus progenitores, pues saben que a pesar de los pesares siempre estarán dispuestos a prestarle esa ayuda que quizás no se merecen.

Ese amor que además tiene connotaciones sobrenaturales –…disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites (san Pablo a los Corintios)– está preparado para afrontar con generosidad y entrega los problemas propios de la profesión de padres que, como bien sabes, ejerceremos hasta que nos muramos.

Aquí me gustaría  hacer un pequeño parón, y reflexionar sobre las connotaciones de carácter fisiológicos que -a mi parecer- tiene el amor que las madres y los padres profesan a sus hijos.

Cualquiera sabe que para poder preparar un plato de filetes con huevos intervienen el cerdo y la gallina.  La gallina ha colaborado poniendo sus huevos y el cerdo se implica perdiendo su vida para poder ofrecer los filetes. Guardando las distancias –que evidentemente son grandes–, para que venga un hijo a este mundo –de forma natural- hacen falta un hombre y una mujer. Y como bien sabemos, el papel que juegan el hombre y la mujer son cualitativamente diferentes.  El hombre –al igual que la gallina– colabora.  Pero es la mujer la que se implica y presta a ese nuevo ser su cuerpo y todo lo que de ello se deriva.  Esto da lugar a que entre ambos se creen unos lazos biológicos y sentimentales que duran toda la vida y que comienzan en el momento mismo de la concepción. Por eso el amor de una madre no tiene parangón. Esto no quiere decir que el amor de los padres sea un amor de segunda fila, pero no cabe duda de que, queramos o no queramos, esos nueve meses marcan: la madre siente, el padre observa; la madre percibe, el padre sueña; la madre alimenta, el padre sustenta; la madre sufre, el padre consuela.



lunes, 16 de enero de 2017

LA IMPORTANCIA DEL TRABAJO ES EL SERVICIO.



Lo importante del trabajo es el servicio. Ser útil a los demás es lo que puede hacer que el trabajo –cualquier tipo de trabajo nos haga felices.

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         ¿Cuántos años llevas trabajando? Seguro que muchos, y seguro que aún te quedan unos cuantos años más. Y no te preocupes, que el trabajo –como servicio– terminará el día que nos muramos.

         No sé a qué te dedicas, pero te puedo asegurar que ese trabajo que realizas tiene una grandísima repercusión en tus semejantes.

         Ni que decir tiene que no siempre nuestro trabajo profesional cubre las expectativas, y que hay muchas circunstancias que podrían dar al traste con nuestros deseos de servicio. Pero superar estos obstáculos –como hay que superar todos los que conlleva la condición humana: la pereza, la desidia, la superficialidad, la chapuza y un largo etc.–, será lo que dignifique tantos años de labor profesional. Hay que tener en cuenta que tan importante es lo que hacemos –hoy y ahora– como lo que dejemos hecho cuando nos pidan la cuchara.

         Me viene a la cabeza esta anécdota:

El capitán de una compañía llama urgentemente al sargento y le da la siguiente orden:
–Se ha interceptado una emisión del enemigo y piensan atacarnos mañana a las nueve de la mañana. Por tanto, caven una trinchera de cincuenta metros de larga, un metro y medio de ancha y dos metros y medio de profundidad.
–¡A la orden, mi capitán!
El sargento se dirige rápidamente a la compañía y transmite la orden al cabo, que después de pensar unos segundos, le comenta al sargento:
–Mi sargento, ¿y por qué no atacamos nosotros y son ellos los que caven la trinchera?

         Qué alegría si a fin de mes apareciera en nuestra nómina, además del sueldo, las sonrisas y el agradecimiento de todas aquellas personas que han visto y palpado en nuestra labor profesional un servicio que de seguro no tiene precio.

         No quiero cerrar esta reflexión sin hacer mención a la única profesión que carece de un convenio laboral que regule su jornada, sus vacaciones e incluso su retribución económica. Me refiero –y creo que ya lo has intuido– al trabajo en el hogar. Gracias a nuestras madres y esposas las casas se convierten en hogares, y su trabajo en un servicio generoso.  

domingo, 8 de enero de 2017

NUESTRAS ACCIONES TIENEN QUE ESTAR LIMPIAS DE TODA VANIDAD...


Nuestras acciones tienen que estar limpias de toda vanidad, de todo egoísmo, de todo amor propio, de todo apegamiento malo.

La sencillez y la naturalidad embellecen al ser humano.

°

         No sé si te ocurre, pero tenemos un defecto muy común, que es el de hacer comparaciones. Estamos continuamente comparándonos con las personas que nos rodean: nuestro aspecto externo, nuestra inteligencia, nuestra forma de hacer las cosas, y un largo etc. Y construimos en nuestro interior imágenes que nos llevan a enjuiciar y a encasillar a nuestros semejantes. Aunque no pocas veces, cuando los tratamos de cerca, comprendemos que esas imágenes eran falsas.

         El ser humano es camaleónico: nuestro color no refleja limpiamente lo que sentimos ni nuestra verdadera personalidad. La astucia y la vanidad enmascaran los sentimientos y representamos la partitura que a nuestro interlocutor le gustaría escuchar.

         Pero no es raro que encontremos personas que nos caen bien desde un primer momento, pues actú­an con naturalidad. Si volvemos a acudir al Diccionario de la Real Academia de la Lengua leemos esta definición: Espontaneidad y sencillez en el trato y modo de proceder.

         Las personas sencillas tienen una característica que es la generosidad. Hacen las cosas con espíritu de servicio y sin esperar compensaciones. Son almas generosas.

         La vanidad es un defecto difícil de erradicar, pues todos en el fondo traemos ese ramalazo de fábrica. De modo que tendremos que estar pendientes de nuestras actuaciones y preguntarnos cuál es la auténtica motivación de lo que hacemos.

Cuentan que un día, al visitar Napoleón una biblioteca famosa, trató de coger un libro que estaba fuera de su alcance en un estante muy alto. El Mariscal Monrey, uno de los hombres más gigantescos de su época, acudió presuroso:
–Permítame ayudarle, majestad, yo soy más grande.
Indignado, Napoleón lo corrigió:
–Usted no es más grande, usted es más alto.

Y termino con un chiste:

–¿Sabes, cuál es el colmo de un vanidoso?
–Que su juego favorito sea el yo-yo.