PARA EDUCAR: AMAR, AMAR, Y… AMAR.
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No sabía si colocar este apartado al comienzo de las reflexiones o al final. He decidido hacerlo al principio porque considero que el amor tiene que empapar todas nuestras actuaciones y fundamentalmente la de educadores.
No todo el mundo sabe amar bien. O dicho de otra forma: no todo el mundo está dispuesto a amar. ¿Pero si hemos sido creados para amar…? ¿Pero si el hombre que no ama no es feliz…? ¿Pero si el amor mueve al mundo…?
Pues sí. Todo lo anterior está muy bien, pero la realidad es que amar no es nada fácil. En primer lugar porque el amor con mayúscula exige el olvido de sí, y pocos están dispuestos a anteponerlo a su yo. Como dice Benedicto XVI en la Encíclica Caridad en la Verdad: "Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él".
El egoísmo, la comodidad, la vanidad, la soberbia, el amor propio, impiden que el verdadero amor sea la finalidad última de todas nuestras acciones educativas. De modo que:
− Cuando impongo un castigo, ¿lo hago porque persigo una mejora o por querer imponer a toda costa mi autoridad?
− Cuando digo que no, ¿lo hago porque sé que no conviene o por ir a la contra e imponer mis criterios?
− Cuando premio, ¿lo hago por un estímulo personal ante una acción o por la vanidad de sentirme a gusto conmigo mismo?
De todos es conocido que la familia es el único ámbito social donde se quiere a la persona por lo que es, y no por lo que vale, por sus cualidades humanas y sociales. Todos tenemos ejemplos cercanos: hijos que no son "dignos" de dicho nombre y que sin embargo recurren una y otra vez a sus progenitores, pues saben que a pesar de los pesares siempre estarán dispuestos a prestarle esa ayuda que quizás no se merecen.
Ese amor que además tiene connotaciones sobrenaturales –…disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites (san Pablo a los Corintios)– está preparado para afrontar con generosidad y entrega los problemas propios de la profesión de padres que, como bien sabes, ejerceremos hasta que nos muramos.
Aquí me gustaría hacer un pequeño parón, y reflexionar sobre las connotaciones de carácter fisiológicos que -a mi parecer- tiene el amor que las madres y los padres profesan a sus hijos.
Cualquiera sabe que para poder preparar un plato de filetes con huevos intervienen el cerdo y la gallina. La gallina ha colaborado poniendo sus huevos y el cerdo se implica perdiendo su vida para poder ofrecer los filetes. Guardando las distancias –que evidentemente son grandes–, para que venga un hijo a este mundo –de forma natural- hacen falta un hombre y una mujer. Y como bien sabemos, el papel que juegan el hombre y la mujer son cualitativamente diferentes. El hombre –al igual que la gallina– colabora. Pero es la mujer la que se implica y presta a ese nuevo ser su cuerpo y todo lo que de ello se deriva. Esto da lugar a que entre ambos se creen unos lazos biológicos y sentimentales que duran toda la vida y que comienzan en el momento mismo de la concepción. Por eso el amor de una madre no tiene parangón. Esto no quiere decir que el amor de los padres sea un amor de segunda fila, pero no cabe duda de que, queramos o no queramos, esos nueve meses marcan: la madre siente, el padre observa; la madre percibe, el padre sueña; la madre alimenta, el padre sustenta; la madre sufre, el padre consuela.
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