Educar. Arte, ciencia y paciencia.

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sábado, 3 de septiembre de 2016

EL QUE TIENE BOCA SE EQUIVOCA...



EL QUE TIENE BOCA SE EQUIVOCA.  NO HAY QUE TENER MIEDO A EDUCAR.  ES PREFERIBLE EQUIVOCARSE EN EL INTENTO A NO INTENTARLO POR MIEDO A EQUIVOCARSE.


Flota en el ambiente un equívoco –so capa de respeto a la libertad- que dice que nuestros hijos, cuando sean mayores, ya tendrán tiempo de decidir sobre una serie de cuestiones que marcarán su camino en esta vida tan rica y compleja.  Este razonamiento conlleva a una falta de exigencia en algunos aspectos de su educación.  Unos por comodidad y otros por no complicarnos la existencia.  Así quedan expuestos al influjo exterior: escuela, amigos, medios de comunicación, modas, etc.; que se encargan de aleccionar a esa criatura indefensa en base a intereses económicos, ideológicos, etc.

Dado que los padres somos los primeros educadores, no podemos hacer dejación de nuestros derechos por miedo a equivocarnos; pues podría ocurrir, que el día de mañana nuestros hijos nos echaran en cara esa falta de exigencia:

– Sí tú sabías que eso era así, ¿por qué no has sido más exigente conmigo?

Como botón de muestra copio un texto de Gilbert K. CHESTERTON (Razones para la fe. Styria) que puede dar luz a nuestros miedos:

He aquí una frase que oí el otro día a una persona muy agradable e inteligente, y que cientos de veces he oído a cientos de personas. Una joven madre dijo: "No quiero enseñarle ninguna religión a mi hijo. No quiero influir en él;  quiero que elija por sí mismo cuando sea mayor". Ése es un argumento corriente,  que se repite con frecuencia, y que, sin embargo, nunca se aplica de verdad. Por supuesto que siempre la madre influirá sobre su hijo. De la misma manera la madre podía haber dicho: "Confío en que escogerá a sus propios amigos cuando crezca; por eso no quiero presentarle ni a primas ni a primos".
Sin embargo, la persona adulta en ningún caso puede escapar de la responsabilidad de influir sobre el niño; ni siquiera cuando se impone  la enorme responsabilidad de no hacerlo.  La madre puede educar al hijo sin elegirle una religión; pero no sin elegirle un medio ambiente. Si ella opta por dejar a un lado la religión, está escogiendo ya el medio ambiente; y además,  un medio ambiente funesto y antinatural. Para que su hijo no sufra la influencia de las supersticiones y tradiciones sociales, la madre tendrá que aislar a su hijo en una isla desierta y allí educarlo.  No obstante, está escogiendo la isla, el lago y la soledad; y es tan responsable de obrar así como si hubiera escogido la secta de los mennonitas o la teología de los mormones.  Es del todo evidente, dicen, para quien piense durante dos minutos, que la responsabilidad de encauzar la infancia pertenece al adulto, por la relación existente entre éste y el niño, completamente al margen de las relaciones de religión y de irreligión. Pero la gente que repite esta fraseología no la piensa dos minutos. No intenta unir sus palabras con la razón, con una filosofía. Han oído ese argumento aplicado a la religión, y nunca piensan en aplicarlo a otras cosas fuera de ella.  Nunca piensan en extraer esas diez o doce palabras de su contexto convencional y tratar de aplicarlas a cualquier otro contexto. Han oído que hay personas que se resisten a educar a los hijos aun en su propia religión. Igualmente podría haber personas que se resistieran a educar a los hijos en su propia civilización.  Si el niño cuando sea mayor puede preferir otro credo, igualmente cierto es que puede preferir otra cultura. Puede molestarse por no haber sido educado como un buen sueco burgués; puede lamentarse profundamente no haber sido educado como un sandemanian ( ...). De la misma manera puede lamentar haber sido educado como un caballero inglés y no como un árabe salvaje del desierto. (...)  Pero, evidentemente, alguien ha tenido que educarlo para llegar a ese estado de lamentar tal o cual cosa; y la responsabilidad más grave de todas es tal vez la de no guiar al niño hacia ningún fin.


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