Menos lucimiento y más cimiento.
Muchas veces nos dejamos seducir por el aspecto externo de las personas o por sus triunfos profesionales o sociales, limitándonos así a lo puramente material.
Recuerdo la letra de un fandango que recoge esta idea de una forma clara y contundente:
Mi suegra a mí no me quiere,
porque no tengo carrera.
Mi suegra a mí no me quiere.
En mi casa tengo un galgo,
vaya por él cuando quiera,
Que yo pa correr no valgo.
La sociedad actual se caracteriza por el culto al cuerpo, y vivimos de la imagen que proyectamos a los demás. Cuando todo nuestro esfuerzo se dirige en esta línea, nuestra fragilidad la envolvemos en una apariencia que queda hecha trizas ante el más mínimo golpe –contrariedades, dificultades, etc.–, y deja al descubierto nuestra verdadera imagen.
Es en el interior –sin menospreciar lo demás– donde está el núcleo de la persona, su verdadera categoría, su auténtica condición. Una persona con virtudes, una persona fuerte, tendrá los recursos suficientes para afrontar las dificultades que en esta vida tendremos aseguradas. Las virtudes humanas son como el esqueleto en el que se apoya todo nuestro ser. La propia imagen empieza a ser atrayente –aun sin quererlo– en el momento en el que comenzamos a luchar por adquirir esas virtudes.
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