LOS PADRES SOMOS COLABORADORES DE DIOS. POR LO TANTO, ÉL TENDRÁ CIERTA PREOCUPACIÓN POR NUESTROS HIJOS Y NOS ECHARÁ ALGÚN QUE OTRO CAPOTE.
Como hemos visto anteriormente, el ser humano demanda de sus progenitores seguridad y estabilidad para su desarrollo armónico y emocional. Jesucristo instituye el sacramento del matrimonio como principio y fundamento de la familia. Con este fin, dotó al contrato matrimonial de unos bienes y propiedades específicos: la unidad y la indisolubilidad. Por esa unidad –por ese amor– los padres, tienen la posibilidad de procrear, colaborando libremente con el plan amoroso de Dios; y por esa indisolubilidad, la estabilidad que el ser humano requiere para su desarrollo como persona. Por tanto, esas propiedades son fundamentales para crear el entorno natural donde nuestros hijos se desarrollen como personas y como hijos de Dios.
No quiero enjuiciar ninguna situación, pero desgraciadamente
–y es de todos conocido– la carencia de un entorno familiar estable, añade dificultades a la educación de los hijos. No obstante, es meritorio en muchas familias monoparentales
–bien por causas naturales o por causas legales– el esfuerzo que realizan para conseguir la educación de la prole. Pues bien: ¿cómo concretar ese capote que el autor de la vida nos tiene que echar en la educación de nuestros hijos? Pues no se me ocurre más que la oración personal. Sí, en primer lugar, pedir ayuda a Dios para esos hijos –que tenemos a medias– y para ser capaces de ejercitar con valentía y generosidad nuestra tarea de padres; y en segundo lugar, que nos los proteja de todo aquellos peligros materiales y espirituales que acechan al ser humano. Es más: cuando nuestros hijos llegan a la mayoría de edad y hacen uso de su libertad, lo único que podemos hacer los padres en muchas ocasiones por ellos es rezar. Pero rezar para que se haga la voluntad de Dios en sus vidas; pues muchas veces los padres pedimos a Dios que se haga nuestra voluntad y nos ocurre como al pequeño de la siguiente historieta:
Un niño entra con su madre en la capilla del colegio y se arrodillan los dos en un banco para rezar. La madre, al ver la intensidad de la oración de su hijo le pregunta:
−Hijo ¿te pasa algo? ¿Tienes algún problema?
−No, mamá, pero le estoy pidiendo a Dios que Pekín sea la capital de Japón, que es lo que he puesto en el examen.
No quiero enjuiciar ninguna situación, pero desgraciadamente
–y es de todos conocido– la carencia de un entorno familiar estable, añade dificultades a la educación de los hijos. No obstante, es meritorio en muchas familias monoparentales
–bien por causas naturales o por causas legales– el esfuerzo que realizan para conseguir la educación de la prole. Pues bien: ¿cómo concretar ese capote que el autor de la vida nos tiene que echar en la educación de nuestros hijos? Pues no se me ocurre más que la oración personal. Sí, en primer lugar, pedir ayuda a Dios para esos hijos –que tenemos a medias– y para ser capaces de ejercitar con valentía y generosidad nuestra tarea de padres; y en segundo lugar, que nos los proteja de todo aquellos peligros materiales y espirituales que acechan al ser humano. Es más: cuando nuestros hijos llegan a la mayoría de edad y hacen uso de su libertad, lo único que podemos hacer los padres en muchas ocasiones por ellos es rezar. Pero rezar para que se haga la voluntad de Dios en sus vidas; pues muchas veces los padres pedimos a Dios que se haga nuestra voluntad y nos ocurre como al pequeño de la siguiente historieta:
Un niño entra con su madre en la capilla del colegio y se arrodillan los dos en un banco para rezar. La madre, al ver la intensidad de la oración de su hijo le pregunta:
−Hijo ¿te pasa algo? ¿Tienes algún problema?
−No, mamá, pero le estoy pidiendo a Dios que Pekín sea la capital de Japón, que es lo que he puesto en el examen.
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