Educar. Arte, ciencia y paciencia.

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miércoles, 21 de marzo de 2018

NO OLVIDES QUE QUIZÁS AHO­RA ESTÁS EDUCANDO CON EL MIEDO...


NO OLVIDES QUE QUIZÁS AHO­RA ESTÁS EDUCANDO CON EL MIEDO, PERO AL FINAL LO QUE EDUCA ES EL EJEMPLO.

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Vivimos en la era de la digitalización y del mando a distancia: un impulso, y el televisor cambia de canal; una orden, y el móvil conecta automáticamente con el receptor indicado; un golpe de tecla, y enlazamos con una página web en busca de un producto o de una noticia. Todo rápido y efectivo: ¡Ya! Y cuando la respuesta no es inmediata nos consume la impaciencia.
Queramos o no queramos, en muchas ocasiones extrapolamos esta dinámica al ámbito familiar: queremos de nuestros hijos una respuesta rápida y efectiva a nuestras indicaciones u órdenes:
–¡Te he dicho dos veces que bajes el volumen de ese televisor!
Cuando nuestros hijos son pequeños, podemos coaccionarlos mediante el miedo: un grito, un azote o incluso una palabra ofensiva:
−¿Eres tonto, o qué?
Ni que decir tiene, que esta técnica puede ser efectiva en un momento determinado, pero creo que es la menos educativa, pues en muchas ocasiones hay una contradicción que los hijos detectan:
−Mi padre me dice que no grite pero él me lo dice gritando.
−Mi madre me dice que no se pega y ¡vaya el tortazo que me ha dado!
Es evidente que si pegar o gritar está mal, estará mal para todo el mundo: padre, madre e hijos.
Se me viene a la cabeza una letrilla que refleja fielmente cómo los hijos captan a la primera las actuaciones de los padres:

Mi madre manda a mi padre…
 Mi padre me manda a mí…
Y yo, mando a mi hermanito.
Y así… todos mandamos un poquito.

No obstante, las cosas se complican cuando ya no tenemos que bajar la cabeza para mirar a los ojos de nuestros hijos. A partir de una edad ni el azote ni el grito dan resultado. Sólo la coherencia de vida, el razonamiento y el ejemplo de los padres pueden ser el dique que encauce y amanse ese río que fluye por su cabeza y por su cuerpo. Y esto no se improvisa: o nos ejercitamos y somos como queremos que sean nuestros hijos –ordena­dos, cariñosos, amables, sinceros, alegres, sacri­ficados, generosos, trabajadores, honrados…– o tendremos que utilizar la técnica del miedo, de la coacción o del chantaje, que sólo solucionan el problema momentáneamente. Ya lo dice el refrán: «Burro que lleva la carga a fuerza de palos..., malo, malo, malo». El mismo Aristóteles lo dijo de otro modo: «Todo acto forzoso se vuelve desagradable».
El ser humano puede cambiar su conducta por miedo, por interés o por amor. Si consiguiéramos que el amor –yo no hago tal cosa porque disgusta a mis padres– fuera el motor de las acciones de nuestros hijos, podríamos decir sin miedo a equivocarnos que estarían preparados para afrontar su existencia con éxito.
Me contaba un amigo el detalle de una chica joven –amiga de su hija– que le dejó impresionado. La anécdota es la siguiente:
Había quedado en recoger a su hija y a un par de amigas el sábado a las doce de la noche a la salida del cine, pero se retrasó un poco. Ya en el camino de vuelta, una de las amigas manifestó su preocupación por la hora en que iba a llegar a casa. Ante esta situación, el padre le dijo:
−No te preocupes; si quieres, te acompaño a casa y le explico a tus padres lo sucedido para que no te castiguen.
–Se lo agradezco, pero mis padres tienen mucha confianza en mí y no me reñirán. Lo que me preocupa es que no se acuestan hasta que yo no llegue y no quiero darles una mala noche.
Esto es un detalle de amor y no de temor.


(Del libro: EDUCAR. ARTE, CIENCIA Y PACIENCIA)

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