TENEMOS QUE ENSEÑAR A NUESTROS HIJOS QUE LA VIDA ES UNA COMPETICIÓN CONTRA NOSOTROS MISMOS SOBRE TODO. SI QUEREMOS SER FELICES, HAY QUE APRENDER A SUFRIR.
Estamos inmersos en una sociedad competitiva. El triunfo en muchas ocasiones es fruto del esfuerzo y del trabajo personal. Los padres ponemos a disposición de nuestros hijos, una serie de medios o herramientas que ayudan: un buen colegio, una buena alimentación, un estar pendientes de su salud, etc. Pero hemos de tener claro que sin el esfuerzo personal de nuestros hijos, todos esos medios no sirven para casi nada.
Es labor de los padres fomentar una actitud de esfuerzo y trabajo, exigiendo sus responsabilidades en función de la edad y capacidad.
Si de pequeños y después de una travesura, fuéramos capaces de hacerles reflexionar, de seguro que antes de volver a hacerlo se lo pensarán dos veces. Ayudarles a reflexionar, ¿cómo? Analizando los por qué y los para qué, la repercusión de sus actos –"¿Qué hacemos ahora?"– y su responsabilidad: –"Tendrás que pedir perdón". "¿Qué castigo crees que te mereces?". Es importante ayudarles a conocerse y corregir su carácter agresivo y caprichoso:
−Haz el favor de pedir las cosas por favor.
−No llores, habla. Si lloras no entiendo lo que me quieres decir.
Cuando van creciendo les tenemos que ayudar a buscar la verdad de las cosas, haciéndoles ver que la verdad no se discute, se busca, y que si quieren ser felices tendrán que aceptar los sufrimientos que se derivan del esfuerzo para cumplir con sus obligaciones y de sus limitaciones y las de los que le rodean. Deben saber que la injusticia existe, que la maldad está instalada en el corazón de los hombres y que este mundo está lleno de adversidades.
Se trata de su propia vida, y por tanto nadie les puede suplir en sus sufrimientos. Se puede endulzar el jarabe, pero el que se lo toma es él. Ningún padre ni ninguna madre puede evitar las dificultades que aparecerán en su existencia; es más, si lo hacemos les prestamos un flaco servicio colaborando a su infelicidad.
El sufrimiento y las contrariedades tienen que servirles para crecer en fortaleza y para buscar la solución a los problemas que se les vayan presentando.
Recuerdo una confidencia que me hacía un padre hace ya muchos años en una tutoría. Me contaba cómo su hijo mayor, cuando estudiaba primero de bachillerato le planteó la siguiente cuestión:
−Papá, lo he pensado detenidamente y creo que no sirvo para estudiar y me gustaría ponerme a trabajar.
Ante esta inesperada cuestión y tras unos segundos de silencio, le trató de convencer de que no era fácil encontrar un trabajo sin una buena cualificación profesional. Todo fue inútil: estaba empeñado en dejar los estudios.
−De acuerdo, si estás seguro de tu decisión, tendrás que buscar un trabajo.
−No te preocupes que mañana por la mañana me pongo manos a la obra.
Efectivamente, al día siguiente se levantó muy temprano y se fue en busca de ese ansiado trabajo.
A la hora de comer se presentó en casa y le preguntó:
−Hijo, ¿has encontrado trabajo?
−No, papá.
−Pues ya sabes: toma la puerta y sigue buscando.
−¡Pero papá…!
−Lo siento, hijo, no vuelvas hasta que no encuentres trabajo.
A la hora de la cena ocurrió algo parecido.
−Hijo, ¿has encontrado trabajo?
−No, papá.
−Pues, hijo, creo que no te has enterado: no vuelvas a casa hasta que no encuentres un trabajo.
Después de una semana de sufrimiento del padre y de la madre, se presentó en casa y con voz entrecortada dijo:
−Papá, quiero seguir estudiando.
Esta anécdota nos puede servir para comprender el significado del refrán: Más vale una vez colorado que ciento amarillo.
¿Hablamos claro a nuestros hijos? ¿Les explicamos que tenemos unas obligaciones hacia ellos y ellos hacia nosotros? ¿Les hacemos distinguir entre lo superfluo y lo necesario? ¿Educamos para la vida o para el consumo? ¿Les hacemos ver que su trabajo es el estudio, y que «el que no trabaje que no coma»? En definitiva: disciplinar la vida de nuestros hijos, porque como dice Aristóteles, un hombre indisciplinado no tiene autocontrol.
También hay que hacerles ver que existen unos límites en nuestra responsabilidad como padres, que ellos deben conocer: tienen un techo donde cobijarse, un plato para comer y una cama para dormir, pero que llegará el día en que tengan que buscarse la vida.
Es labor de los padres fomentar una actitud de esfuerzo y trabajo, exigiendo sus responsabilidades en función de la edad y capacidad.
Si de pequeños y después de una travesura, fuéramos capaces de hacerles reflexionar, de seguro que antes de volver a hacerlo se lo pensarán dos veces. Ayudarles a reflexionar, ¿cómo? Analizando los por qué y los para qué, la repercusión de sus actos –"¿Qué hacemos ahora?"– y su responsabilidad: –"Tendrás que pedir perdón". "¿Qué castigo crees que te mereces?". Es importante ayudarles a conocerse y corregir su carácter agresivo y caprichoso:
−Haz el favor de pedir las cosas por favor.
−No llores, habla. Si lloras no entiendo lo que me quieres decir.
Cuando van creciendo les tenemos que ayudar a buscar la verdad de las cosas, haciéndoles ver que la verdad no se discute, se busca, y que si quieren ser felices tendrán que aceptar los sufrimientos que se derivan del esfuerzo para cumplir con sus obligaciones y de sus limitaciones y las de los que le rodean. Deben saber que la injusticia existe, que la maldad está instalada en el corazón de los hombres y que este mundo está lleno de adversidades.
Se trata de su propia vida, y por tanto nadie les puede suplir en sus sufrimientos. Se puede endulzar el jarabe, pero el que se lo toma es él. Ningún padre ni ninguna madre puede evitar las dificultades que aparecerán en su existencia; es más, si lo hacemos les prestamos un flaco servicio colaborando a su infelicidad.
El sufrimiento y las contrariedades tienen que servirles para crecer en fortaleza y para buscar la solución a los problemas que se les vayan presentando.
Recuerdo una confidencia que me hacía un padre hace ya muchos años en una tutoría. Me contaba cómo su hijo mayor, cuando estudiaba primero de bachillerato le planteó la siguiente cuestión:
−Papá, lo he pensado detenidamente y creo que no sirvo para estudiar y me gustaría ponerme a trabajar.
Ante esta inesperada cuestión y tras unos segundos de silencio, le trató de convencer de que no era fácil encontrar un trabajo sin una buena cualificación profesional. Todo fue inútil: estaba empeñado en dejar los estudios.
−De acuerdo, si estás seguro de tu decisión, tendrás que buscar un trabajo.
−No te preocupes que mañana por la mañana me pongo manos a la obra.
Efectivamente, al día siguiente se levantó muy temprano y se fue en busca de ese ansiado trabajo.
A la hora de comer se presentó en casa y le preguntó:
−Hijo, ¿has encontrado trabajo?
−No, papá.
−Pues ya sabes: toma la puerta y sigue buscando.
−¡Pero papá…!
−Lo siento, hijo, no vuelvas hasta que no encuentres trabajo.
A la hora de la cena ocurrió algo parecido.
−Hijo, ¿has encontrado trabajo?
−No, papá.
−Pues, hijo, creo que no te has enterado: no vuelvas a casa hasta que no encuentres un trabajo.
Después de una semana de sufrimiento del padre y de la madre, se presentó en casa y con voz entrecortada dijo:
−Papá, quiero seguir estudiando.
Esta anécdota nos puede servir para comprender el significado del refrán: Más vale una vez colorado que ciento amarillo.
¿Hablamos claro a nuestros hijos? ¿Les explicamos que tenemos unas obligaciones hacia ellos y ellos hacia nosotros? ¿Les hacemos distinguir entre lo superfluo y lo necesario? ¿Educamos para la vida o para el consumo? ¿Les hacemos ver que su trabajo es el estudio, y que «el que no trabaje que no coma»? En definitiva: disciplinar la vida de nuestros hijos, porque como dice Aristóteles, un hombre indisciplinado no tiene autocontrol.
También hay que hacerles ver que existen unos límites en nuestra responsabilidad como padres, que ellos deben conocer: tienen un techo donde cobijarse, un plato para comer y una cama para dormir, pero que llegará el día en que tengan que buscarse la vida.
(Del libro Educar. Arte, ciencia y paciencia)