LLEGA UN MOMENTO EN QUE LO ÚNICO QUE PODEMOS HACER POR NUESTROS HIJOS ES REZAR.
Cuando la libertad de nuestros hijos se hace adulta y toman las riendas de su vida, nuestra autoridad queda relegada a aconsejar. Los padres, ante esa falta de control material, caemos en una desazón que nos quita la paz; entonces los miedos, que son libres, invaden nuestra mente y todo nuestro ser.
Ante esta situación, –que llegará– lo único que podemos hacer es rezar.
Algún día nos enteraremos de cómo esa oración confiada libró a nuestros hijos de algún que otro tropiezo. Y si la Providencia permite situaciones no deseadas, no podemos perder la fe, pues Dios sabe más, y se puede asegurar que Él no quiere nada malo para sus hijos. No cabe duda de que no es fácil de asimilar, pero Dios tiene otra visión de la jugada que nosotros entenderemos algún día. Pues nos puede ocurrir como a nuestros hijos pequeños cuando les tenemos que dar un jarabe: no entienden por qué deben ingerir ese producto amargo, y sin embargo nosotros sí lo sabemos.
Es una alegría para los hijos saber que sus padres les protegen con su entrega cuando son pequeños, con su consejo cuando son mayores y con su oración durante toda la vida.
Se me viene a la mente santa Mónica, madre de San Agustín, que consiguió con su ejemplo, su oración y sus lágrimas encauzar la vida de su hijo.
(Del libro Educar. Arte, ciencia y paciencia)
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